*Una portada
de Letras Libres presentaba a un arrogante de Donald Trump.
*Apareció
con un bigotillo recortado en el que se leían dos palabras: fascista americano.
*Nos
repugnan los demagogos que no solo aspiran al poder sino al poder absoluto.
*Más si
predican odio por motivos de raza o religión: son el Mal encarnado por Hitler.
Carta
Mesoamericana / Enrique Krauze / Reforma
Cd. de México
Es obvio que no solo Adolfo Hitler encarnó el poder y el Mal
absolutos en el siglo XX. También lo encarnaron Lenin, Stalin, Mao, Pol Pot,
fanáticos de la ideología que con el aura de una legitimidad revolucionaria
sacrificaron, en conjunto, a más personas que Hitler.
¿Y qué decir de sus homólogos en América Latina, los
sangrientos tiranos que manchan nuestra historia? ¿O los militares genocidas,
Pinochet y Videla? Pero en esa galería del horror destacan también nuestros
"buenos dictadores", escogidos, ungidos y hasta elegidos por sus
pueblos gracias al hechizo de su palabra y al magnetismo de su persona.
Dejaron tras de sí un sistema mentiroso, opresivo,
empobrecedor y, por desgracia, duradero: el peronismo (esa caricatura del
fascismo italiano), el castrismo (ese bolchevismo con palmeras) y el chavismo
(caricatura del castrismo, que a su vez engendró al sádico y vulgar Nicolás
Maduro).
Estos, los amados por el pueblo, son los que más me intrigan
(quizá por el tufo hitleriano que despiden). Nunca ha dejado de sorprenderme (y
horrorizarme y repugnarme) la voluntad de los pueblos que, a lo largo de la historia,
han decidido entregar todo el poder (no delegarlo: cederlo, regalarlo) a una
persona supuestamente salvadora, providencial, que promete el cielo en la
tierra o la vuelta a la Edad de Oro y lo que provoca es el infierno.
Esa extraña sumisión de la masa a los demagogos se dio en
Grecia, en Roma, en las ciudades-Estado del Renacimiento, y arrasó con las
democracias y las repúblicas. En el siglo XX ocurrió dramáticamente con
Mussolini, y sobre todo con Hitler, cuyo odio racial llevó a la hoguera a sesenta
millones de seres humanos: judíos, rusos, polacos, ingleses, alemanes, gitanos,
japoneses, estadounidenses.
¿Qué hay detrás de la servidumbre (el hechizo) de los
hombres ante el poder personal? Tal vez sea el espejo de la personificación de
Dios: la deificación de la persona. O la huella indeleble del monarquismo que
predominó por milenios, con sus reyes taumaturgos, crueles o benévolos, que
imperaban por derecho divino.
O la arquetípica figura del padre protector que perpetúa la
infancia de los pueblos y los exime de asumir su destino. O la irresistible
atracción por los caudillos medievales o "los grandes hombres" cuya
biografía, según Carlyle, no solo es parte de la Historia sino que es La
Historia. O la nostalgia de las épocas heroicas, reiterada en la era posmoderna
por el culto a los "superhéroes".
O algo inefable: el carisma. "La entrega al carisma del
demagogo -escribe Max Weber- no ocurre porque lo mande la costumbre o la norma
legal, sino porque los hombres creen en él. Y él mismo [...] vive para su
obra".
La democracia de Estados Unidos ha sido admirable justamente
por haber acotado de raíz el poder absoluto concentrado en una persona. Su
división de poderes, la autonomía de sus jueces, sus sagradas libertades
cívicas, su pacto federal, sus pesos y contrapesos, integran una prodigiosa
maquinaria que ha durado 240 años.
Pero increíblemente hoy, con el arribo al poder de Trump,
esa democracia está sometida a una prueba sin precedentes: la ambición del
demagogo caprichoso e ignorante que buscará, a toda costa, el poder absoluto.
No es seguro que lo logre. Pero tampoco es seguro que no. Sesenta millones de
personas creen en él y él mismo "vive para su obra".
Trump no es Hitler pero está hecho de su pasta. ¿Aplicará a
México las medidas que anunció en su campaña? Probablemente: los demagogos
suelen cumplir sus promesas. Ojalá los mexicanos (Estado y sociedad)
encontremos maneras de enfrentar legalmente el peligro o, al menos,
amortiguarlo.
Lo que como mexicano me indigna más, es el daño que nos ha hecho
ya, avalando el odio racista que es también, por desgracia, característico de
los Estados Unidos, su mitad oscura, intolerante, cerrada. Ese odio propicia la
agresión a nuestros niños en escuelas, campos deportivos, plazas y calles.
Haberlo desatado es su aportación al Mal absoluto. No debe haber indulgencia
ante lo que ha hecho. Solo la exigencia digna e irreductible de un desagravio.
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